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Los pies polinesios: AUTOENTREVISTA
Pies Polinesios. La entrevista.
Puestos a inventarme una entrevista, será en mi casa que es más cómodo. No me gusta salir si puedo evitarlo.
No hace calor, y puedo recibir en el sofá de la terraza, con un batín de seda que hace las delicias de las señoras. Un pañuelo al cuello y unas babuchas completan mi atuendo mañanero. He vaciado el cenicero, preparado la cubitera para el Veuve Clicquot y un par de copas.
Sebastián abre la puerta y me trae a la periodista, que previamente he fisgoneado en internet.
Estimado Molano, gracias por recibirme. ¿Empezamos ya con la entrevista?
- Adelante. ¿Le importa que fume? Lo estoy dejando.
No, adelante. Y, ya que estamos, ¿le importa a usted dejar de mirarme las piernas?
- Disculpe.
Y el escote.
- Vaya.
Y aquí es cuando finjo sentir mal por mirar tanto y agacho la mirada, que mantendré baja toda la entrevista: contemplando los pies de la joven periodista, sus uñas pintadas de rojo, su dedo gordo carnoso, suculento, indicio de desenfreno sexual. Su pie griego, con su arco bien dibujado, su empeine algo huesudo, su tobillo delicado: una invitación a la lujuria. Un pie de colección. Qué bien quedaría en un frasco de formol para que nunca tuviese que despedirme de él.
¿Qué es Los Pies polinesios de Priscilla Tae más allá de la sinopsis, que sí me la he leído?
- Es una novelita sin pretensiones escrita hace 15 años. No estoy seguro que haber acertado con que fuese la primera en publicarse. Verá, me explico: por una parte, se acumulan novelas en el cajón y quiero sacarlas. Hay una que directamente no sacaré porque me parece una mierda auténtica. Las otras tienen un nivel desigual. Esta, en concreto, es un divertimento, escrito en dos meses. En aquel momento me divirtió escribirla. Pero a lo que iba: ¿era la más indicada para publicarla primero, con lo que implica de carta de presentación?
¿Y por qué sacar esta primero, entonces, si tanta duda tenía usted?
- Pensé que no podía sacar la mejor de todas, y luego comenzar un declive en la calidad. Que tenía que ir sacando novelas y terminar con la mejor de todas. No lo sé. Mi miedo, ahora, es que se piense el lector que esto es lo mejor que sé hacer.
¿Cómo afrontó su escritura? ¿Cómo fue el proceso?
- En dos etapas. Hace 15 años estaba lejos, en Buenos Aires. Me dio por escribir sobre mi familia. Una versión edulcorada pero ácida. Edulcorada porque siempre hay situaciones, sentimientos que duelen y sobre los que pasé de puntillas. Supongo que me acercaba a todos ellos de esta manera. Salió del tirón, en unas pocas mañanas. Quedó ahí. Un año más tarde, se me ocurrió retomar ese material. Con la mayor objetividad que da esa distancia temporal, vi que podía sacar partido a ciertos ingredientes, exagerándolos, y suprimiendo otros. Así que me puse con los pies, que era meramente anecdótico, y me puse a investigar sobre pies en el arte. Puestos a salirme ya de lo autobiográfico, que a nadie tenía por qué interesar (no es el diario se Andy Warhol), dejé que el personaje cobrase vida.
¿Entonces hay algo de autobiográfico en Los pies polinesios?
- Muchísimo. Cambié muchos nombres, ni siquiera todos, pero aun así todos son identificables inmediatamente para quien me conozca. Auguro unas navidades mucho más tranquilas, gracias a ello. No creo que se quieran sentar conmigo a cantar villancicos. Ahora que lo pienso, quizá haya sido éste el motivo de publicarla primero.
¿Se fijó usted algún objetivo literario, algún propósito concreto cuando vio que iba a tomar forma de novela?
- Sí. Dos. No sé si lo habré conseguido, seguramente hayan quedado a medias, pero quise intentar dos cosas. Primero, crear un personaje que fuese un auténtico hijo de puta pero que suscitase cierto aprecio, no sé si cariño, en el lector. Me dan igual los spoilers, no puedo responder si ellos. Veamos: es un tipo que deja tuerto a su primo, joder, y lo hace premeditadamente u se ríe de ello. Un tipo que corta pies de mujeres con un serrucho y los guarda en un frasco lleno de formol. No me jodas. Muy cercano no debiera parecer. Pero quise que lo fuese. El humor acerca a las personas: si te ríes con la forma de narrar del protagonista, está más cerca de él. Da igual que vaya matando gente.
Sin embargo, no es evidente que Miguel Churruca tenga esta afición. Sí por los pies, pero no por guardarlos en formol. Apenas se desarrolla esto, pasa usted de puntillas.
- Correcto. Ese es el segundo propósito: una especie de anti novela negra. Lo habitual, lo lógico, hubiese sido centrarme en esos episodios, describir con todo detalle cómo lo hace, cómo saca el serrucho, cómo se deleita contemplando su colección de pies de mujeres asesinadas, cómo siente el impulso de volver a hacerse con un ejemplar de pie femenino, cómo se deshace del cadáver. Pero no. Está narrado en primera persona, y para el zumbado este, todo esto no es el centro de su vida, es una travesura. Él habla de su familia, y en un tono sarcástico pero también con cierta ingenuidad, con anécdotas infantiles que ni fu ni fa. Vuelve a España y sabe que va a verles a todos y se acuerda de su infancia, de episodios de juventud relacionados la familia. En el medio, claro, menciona su colección de pies, pero ya cuando el lector le tiene cierto aprecio porque se ha reído con él. Dudo que, en una mente perturbada, los asesinatos sean el eje constante de sus pensamientos: hace su vida, tiene sus preocupaciones ajenas a todo esto, va al cine, quiere a su manera a los suyos y, bueno, mata un poco aquí y allá.
¿Entonces tiene pensado seguir aburriéndonos con más novelitas?
- Sí. Es decir, no. O sí. Mi duda es cuál sacar a continuación, y cuándo.
Dígame brevemente de qué van y lo podemos pensar juntos.
- Todo lo que sea “juntos” me parecerá bien.
No empecemos. Cuente, cuente.
- Primera: un pueblo de un país imaginario de Sudamérica. Un gobernador con personalidad múltiple que se corresponde con los distintos cargos que ostenta el tirano: director del cementerio, jefe del hospital psiquiátrico donde se ingresa a mujeres disolutas y licenciosas, director de la fábrica de conservas. Una estación por donde pasan los trenes sin detenerse. Un prostíbulo-escuela montado en un antiguo convento donde ingresan mujeres con vocación de putas. Un médico que va en velocípedo, se ve obligado a aplicar una pomadita en los testículos del gobernador y lee en voz alta al pueblo los periódicos, aunque con 20 años de retraso. Un niño, Manuel, que se sienta bajo la ventana del tirano a escuchar ópera. Un viento que ni se siente ni despeina pero dicen que vuelve loco a la gente. Ah, y un enano mudo con una polla enorme.
Vaya… Muy bonito todo . ¿El título?
- Viento de mierda.
Precioso también. ¿Y las otras?
- Islas. Se trata de la historia, muy documentada, de las islas Malvinas, antes de la guerra. Dictada a su secretaria poer un catedrático que no tiene gsanas de escribir sobre esrto pero es un encargo de una edotiroal argentina. Así que mete disparates como que un par de sectas, de cofradías secretas de marinos, en realidad van a las Malvinas para follarse a los pingüinos, porque al parecer dan mucho placer.
Qué hermosura.
- Como tú.
Molano… ¿Y la otra? La cuarta en total.
- Sí. No tengo título, no me decido. Es la vida de un escritor frustrado que quería ser famoso antes que nada, que de niño se evade imaginando aventuras, y la cosa se le va de las manos y él mismo es un personaje. Esta es sin duda la mejor. Con esta sí estoy totalmente satisfecho. Es divertida, sin demasiadas idas de olla (salvo el episodio en que un cura nacionalista vasco le mete al crío un calabacín por el culo). Está ambientada en un pueblo de Guipúzcoa en los años 50 a 70, en una casa-faro, en un acantilado. El tipo, Ramón Ramiro, que sufre rotacismo, idea discursos imaginando premios otorgados o placas que le ponen en homenaje a su figura en la fachada del faro. Cómo, finalmente, consigue hacerse famoso es lo que sorprenderá al final de la historia. ¿Otra copita?
No, que me voy a poner tontorrona, obnubilada con tanta genialidad. ¿Y entonces no sabe cuál sacar después, dice?
- No, no lo sé. Cosas del editor, supongo. O de lo que vote la gente de Twitter, que son mi oráculo. ¿Puedo chuparte el dedo gordo de un pie? Es lo menos malo que te puede pasar.
Venga, hala, que le vaya bien. Puto loco. Uy, ¿he dicho eso en voz alta, no, verdad?
En la noche un diamante (provisional)
Pendiente de publicación
En la novela se abordan dos temas de interés: la construcción de la identidad masculina y el oficio y motivaciones del escritor, siempre con la sorna con la que tan cómodo se siente el autor.
“Los faros son símbolos fálicos, todo son símbolos fálicos para quien ve cipotes por todas partes. Este no era de esos alargados, imponentes, tiesos, recios, que desafían a los siglos y a los temporales con priapismo de sillería.”
Sinopsis
Por casualidad, Nacho Molano, el autor, ha encontrado unos documentos que conciernen a Ramiro Rodrigo, nombre ficticio dado aquí a cierto escritor que siempre le resultó repulsivo. Con lo que va descubriendo, y cambiando algunos nombres más, reconstruye su historia.
Ramiro Rodrigo no sabe pronunciar la erre. Vive en un faro guipuzcoano. En su infancia siempre tuvo un aire ausente y esto le valió los motes de Txoriburu o Txoritegi, algo así como «cabeza de chorlito».
Txoritegi imagina que se dirige a sus lectores y vecinos, que le aplauden admirados: da discursos, concede entrevistas a Joaquín Soler Serrano, acepta o rechaza premios, vende y firma ejemplares a batiburrillo. Incluso tiene decenas de títulos para sus obras y algún que otro pseudónimo. Y es que Ramiro quiere ser escritor, sí. Pero no es capaz de escribir una sola frase: esa es su característica, su código lumínico para poder ser identificado desde el otro lado del horizonte.
Ramiro sufrirá un episodio de abusos sexuales durante su infancia: el cura don Ramontxo le agrede metiéndole un calabacín. Al ver el estropicio, su padre piensa que el culpable es el farero de reemplazo Aurelio Quiñones, a quien tirará acantilado abajo desde lo alto del faro. Ramiro se siente culpable por no haber sido capaz de decir quién fue su verdadero agresor. Sin embargo, como ha hecho siempre, se refugia en los libros y se evade imaginando que, un día, será escritor. Se reproducen en la novela soliloquios ante diferentes situaciones, discursos imaginarios en entrevistas, premios, etc. Es especialmente ácido, y acepta los premios ridiculizando a todos aquellos que hablan del esfuerzo como fórmula secreta para el éxito.
Conocerá a Paquita, dueña de la pastelería del pueblo y se casará con ella. Paquita también escribe, pero lo hace con todo misterio. Ramiro fantasea con un pseudónimo también para ella. Porque, ¿qué escritora pueda llamarse Paquita y ser tomada en serio?
(spoiler)
Ramiro no tendrá idea de qué anda siempre escribiendo su mujer hasta que ésta muere de una larga enfermedad. Descubrirá entonces todos los manuscritos: varias novelas que Ramiro enviará a una editorial. Se convertirá, sí, en un escritor de éxito. Y llegará el momento de pronunciar un discurso, al recibir un premio. Piensa en rechazarlo, consigue un discurso del que se siente plenamente orgulloso: provocador, agitador. ¡Como debe ser todo artista que se precie! Sin embargo, terminará diciendo lo de siempre, lo que dicen todos, lo que tanto rechazaba.
Políticas subterráneas. Sobre el artículo de El Cultural «¿Debe la política transformar la cultura?»
Ignacio Molano*
El pasado viernes 28 de octubre El Cultural publicaba un artículo a partir de varias entrevistas a diferentes personalidades relacionadas con la cultura.
Se preguntaba cuestiones sobre la intervención estatal en el sector de la cultura como ¿hasta dónde debe llegar? ¿en qué debe traducirse? ¿es deseable o improcedente? ¿siguen vigentes las diferencias entre derecha e izquierda?, que trasladaba a personajes como Fernando Savater o Victoria Camps.
Remataba sus inquietudes con «el supuesto interés de los partidos populistas en el campo de los creadores».
Si bien se expusieron puntos de vista dispares e incluso contrapuestos, en algo coincidían: la escasa diferencia, a la hora de abordar las políticas culturales, entre los gobiernos del PP y del PSOE, lo que parecía justificar la pregunta sobre la vigencia entre izquierda y derecha, y el uso interesado, electoralista de la cultura.
De lo leído, da la sensación al mencionarse al populismo por unos y otros, que Podemos pretende un uso instrumental, propagandístico de la cultura, y de ahí su interés en hablar de cultura. Ello se afirma, principalmente, por aquellos entrevistados más proclives a pensar que la política no es decisiva en materia cultural. Así, Javier Gomá recuerda que la creatividad tuvo algunos de sus momentos más fructíferos en épocas, como el de las vanguardias de principios del siglo XX, con ninguna inversión estatal en cultura. Y es cierto: como existieron grandes avances en medicina en momentos en que no se hablaba de I+D+i, sin que ello nos haga pensar que la Investigación y Desarrollo tiene poca trascendencia.
Lo curioso de la supuesta utilización de la cultura con fines propagandísticos por parte del populismo es que, a continuación, se manifiesta de manera bastante homogénea esa continuidad en materia cultural por los sucesivos gobiernos en España, en lo que coincidimos. Consiste, básicamente, en considerar a la cultura como algo epidérmico, propagandístico, ceñido a eventos pasajeros de pan y circo: pan duro y muchas veces rancio, y circo electoralista, masivo, comercial.
Y es que el derecho de acceso a la cultura proclamado en la Constitución Española pasa al circuito comercial como un producto más que, eso sí, es capaz de granjear simpatías y votos. No existen diferencias sustanciales entre aquello que promueve lo público con aquello promovido por el mercado: basta ver las fiestas patronales de los pueblos para ver que los artistas contratados para dar conciertos gratuitos son los mismos que el mercado se empeña en promocionar: cuando desde lo público se fomenta aquello que ya el mercado está ofreciendo, no existe política cultural. O, peor: coinciden en sus prioridades. Si el mercado, legítimamente, recauda dinero con entradas y venta de discos y libros, ¿qué se recauda desde lo público? Es evidente: votos. Para ello, descuida el auténtico acceso a la cultura que es, entre otras cosas, proteger «especies culturales en vía de extinción», esto es, fomentar aquellas expresiones culturales, autores y artistas que, con su percepción del mundo, ayudan a dotarnos de una visión crítica de nuestro entorno.
Y aquí entra en juego la ideología. Que no es que sirva para no pensar, como dice José Luis Pardo. Porque la ideología no es una herramienta, o no lo es más que cualquier otra -la cultura misma, como hemos visto. La ideología, ante todo, es. Es construcción. Es matriz de pensamiento. Cosa distinta es que, como un catecismo, sea aplicada de modo ciego, como texto referencial que evita interpretaciones a la hora de juzgar cada caso concreto críticamente. Al contrario, la ideología es esa construcción crítica.
Esa exigencia que conferimos a la cultura como herramienta para facilitar la visión consciente y crítica, por ejemplo, para ampliar nuestro punto de vista, para comprender al otro, nace de la ideología, esto es, de la construcción reflexiva que nos permite abordar, en este caso, la política cultural. Y, en este caso, dado que es quien primero reflexionó sobre la cultura en estos términos, parte de Gramsci. Continúa con los post-marxistas, la Escuela de Birmingham, los estudios culturales, autores como Zizek o Jameson o Butler o Castoriadis o García-Canclini, y se va ramificando. De ellos hemos hablado ya bastante en Cuando hablan de Cultura (CVG, 2013, aquí el prólogo). La ideología no es tanto un impedimento para reflexionar, sino un requisito previo, cuando es consciente. Cuando no, se encuentra en todas partes, derramando principios, valores, prioridades que, para los contrarios a las ideologías, se vehiculizan a través del mercado, legitimados precisamente por no tener una construcción consciente más allá de su naturalización: es así. La ideología siempre está, y la peor es, precisamente, la que recorre nuestro mundo de representaciones, de significados, de manera subterránea.
Sirva de ejemplo Televisión Española, que intenta competir con las televisiones privadas: ¿para qué? ¿Qué gana sumando audiencia con formatos y contenidos anodinos y masivos que muy bien podría ofrecer la privada, si no recauda en publicidad? Savater habla de fútbol y concursos gastronómicos, y no le falta razón.
Se equivocan. Se equivocan porque confunden su papel, su prioridad, su objetivo. Un poco de ideología, de construcción crítica, un poco de cultura para ampliar su punto de vista no les vendría mal a quienes se ocupan de la cultura. Televisión Española es, en esto, una fiesta patronal organizada por la concejalía más populista: quizá del PP, quizá del PSOE.
Entonces, retomando las preguntas de El Cultural: ¿es deseable o improcedente la intervención estatal en la cultura? ¿siguen vigentes las diferencias entre derecha e izquierda? ¿existe un interés de los partidos populistas en el campo de los creadores?
Desde luego que no va a hacer florecer la creatividad, posiblemente, y menos si no va de la mano de la educación. Por eso la Recomendación de la UNESCO relativa a la protección y promoción de los museos y colecciones, su diversidad y su función en la sociedad, de noviembre de 2015, que vincula los museos a la educación y al estímulo a la creatividad.
Por eso, también, el art. 9 de la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural, de noviembre de 2001, que dice así:
Las políticas culturales, catalizadoras de la creatividad
Las políticas culturales, en tanto que garantizan la libre circulación de las ideas y las obras, deben crear condiciones propicias para la producción y difusión de bienes y servicios culturales diversificados, gracias a industrias culturales que dispongan de medios para desarrollarse en los planos local y mundial. Al tiempo que respeta sus obligaciones internacionales, cada Estado debe definir su política cultural y aplicarla utilizando para ello los medios de acción que juzgue más adecuados, ya se trate de modalidades prácticas de apoyo o de marcos reglamentarios apropiados.
Al menos, que esas condiciones propicias no se vean impedidas, mermadas, difuminadas. Plantearse siquiera si la intervención del Estado es improcedente es retroceder varias décadas y no haberse siquiera asomado a los avances en esta materia por organismo internacionales. Cosa distinta es el cómo, y en esto Fumaroli despliega una crítica muy lúcida y devastadora en relación con la política cultural francesa que, en España, estamos lejos de saber abordar.
Como «cultura es todo», porque es palabra que engloba varias acepciones, como señalan Gomá -por cierto, acepciones sistematizadas por Raymond Williams– o un J. A. Marina muy atinado, es necesario adoptar una postura sobre qué es susceptible de apoyo y promoción. ¿Sin ideología? Imposible.
¿Siguen vigentes las diferencias entre izquierda o derecha? En la medida en que la mercantilización de la culturas, no podrá negarse, es propio de la derecha, por supuesto que existen diferencias. Que, en la práctica, no haya habido posturas contrapuestas y se hayan dejado llevar por cierta inercia es algo que, en efecto, es aplicable a otros campos, no sólo a la cultura.
Por último, el interés populista de la cultura se explica por la otra faceta del derecho a la cultura: no el del acceso, sino el de la participación (Declaración de Friburgo de 2007). Si algo abandera el populismo es precisamente la participación. No puede resultar extraño, por lo tanto, que también Podemos fomente la participación en la cultura -ya como instrumento propagandístico ya con la convicción de plantearse como un deber aquello suscrito en ámbitos internacionales-, como lo hace también con la diversidad (que, por cierto, se aborda aquí: Convención UNESCO sobre la protección y la promoción de la diversidad de las expresiones culturales, de octubre de 2005).
Siendo que, hasta ahora, con honrosas excepciones como la que recuerda Camps con la creación del Instituto Cervantes -y, es cierto, con una innegable mayor sensibilidad en material cultural en los gobiernos del PSOE… quizá por un resto de ideología- la cultura ha tendido a convertirse en ese pan rancio y circo electoralista, no entendemos que se señale la aparente vocación de participación en la cultura como algo sospechoso cuando, se entiende bien, emana -al menos en teoría- de su posicionamiento ideológico (¡de nuevo!) de manera lógica.
Si lo que se pregunta es, precisamente, si existe en ello sinceridad o estrategia, lo mismo cabría preguntar de todos los gobiernos pasados, de todas las políticas y decisiones -culturales o no- que se han adoptado en el pasado. Y la respuesta, por supuesto, difícilmente será sencilla, puesto que ambas razones no suelen ser excluyentes. El hecho de -como en el caso del PSOE- que sus enunciados y la expresión de sus voluntades políticas conecten verosímilmente con un sustrato ideológico, esto es, con una manera de ver y entender nuestro mundo, nuestro entorno, le prestan, desde luego, una coherencia que sólo la práctica política podrá desmentir.
Para concluir, un simple recordatorio para otras corrientes políticas, las nacionalistas periféricas, que hasta ahora habían quedado al margen: ¿cabe dudar de la utilización de la cultura para construir naciones, comunidades imaginadas (B. Anderson dixit)?
Que se señale utilización de la política cultural como medio para retroalimentar al poder o instalar ciertas ideologías y reflexionar sobre ello es, sin duda, imprescindible. Que se comience así, sin embargo, señalando a unos y obviando décadas de política cultural es ya ideológico. Subterráneamente ideológico, si quieren. Como las fiestas de los pueblos.
*Ignacio Molano es abogado y gestor cultural. Ha sido miembro del claustro docente del Máster en Gestión Cultural de la Univ. Carlos III de Madrid y del Posgrado en Márketing cultural del Universidad de Buenos Aires, entre otros. Autor de Cuando hablan de cultura, (Madrid, CVG, 2013)
Carmen Cortés ~ Capítulo 2 [Madrid]
CIRO – TABLAO LOS CANASTEROS – MANUELA VARGAS Y EL BALLET NACIONAL – MARIO MAYA
Desde Tenerife, Carmen hace de nuevo escala en Madrid. No tiene una noticia que anunciar a sus padres sobre ninguna decisión: no decide establecerse en Madrid y no regresar a Barcelona sino que me voy quedando.
Un golpe de suerte ayuda: le dejan un piso. Una pareja de amigos artistas iniciaba una gira, y le permiten quedarse en su casa.
Si no llega a ser por eso, quizá me habría desmoralizado y habría vuelto a Barcelona. No tenía planes concretos con ningún tablao ni ningún grupo. Nada. Así que no sabía cuánto me duraría el poco dinero ahorrado. Me metí en una pensión y se me cayó el alma a los pies en esas tres noches que pasé allí. El entorno era muy hostil. Al cuarto día me encontré a estos amigos y la suerte cambió.
Luego hubo una época en que mi hermana Carlota, que siempre estuvimos muy unidas, estuvo aquí en Madrid, y vivimos juntas.
Aquí es cuando Carmen vierte el contenido del sobre de azúcar en el cuenco de su mano y estira el brazo hacia los pájaros posados en el respaldo de una silla cercana: escucho el trino de gorriones y mi mechero encendiendo otro cigarrillo.
Es en Madrid cuando tiene esa convicción de querer dedicarse profesionalmente a la danza.
Cuando veo que aquí se puede aprender, que puedo intentar meterme a trabajar en un tablao si me preparo, si estudio. Porque yo estaba preparada ya para esos bailes que hacíamos en grupos que van y vienen pero no para un tablao, y lo sabía.
El flamenco se estudiaba en estudios privados únicamente, por ejemplo en Amor de Dios, que era donde daban clases los míticos y si querías aprender flamenco tenía que ser allí. Yo, claro, dinero no tenía para pagarme ningún estudio privado. Una compañera que conocí en Canarias, que estaba con Antonio Gades cuando él estaba en el Ballet Nacional, iba a sus clases y un día me dijo “¿por qué no vienes conmigo a una clase de Ciro?”.
Ciro ha sido uno de los grandes docentes del flamenco, maestro en el sentido más estricto de la palabra. Nacido en Madrid en 1932 -y vinculado a la escuela de Amor de Dios hasta que ya con más de 70 años tuvieron que ponerle una prótesis de cadera-, Ciro había realizado giras por Estados Unidos y, viendo las condiciones pésimas de los artistas, decidió montar su propio tablao en San Francisco. Más tarde, compró otro en Nueva Orleans que estaban a punto de cerrar. Regresó a Madrid a principios de los 50, ya para quedarse en Amor de Dios y realizar coreografías. Por sus clases han pasado muchos de los bailaores más importantes. Se le ha escuchado decir que al flamenco le falta humildad, que salen los actuales bailaores muy bien preparados técnicamente, pero que se quedan en eso, en la técnica, sin espíritu propio, en algo casi circense, como de exhibición. Más adelante tendremos que preguntar a Carmen si está de acuerdo porque, viendo su baile y sus coreografías, se nota que viene de esa escuela, de esa manera de pensar el flamenco.
Carmen estuvo asistiendo a un par de clases, mirando a Ciro, escuchando atenta los consejos que daba a los alumnos. Después, se quedaba allí sola, cuando todos se habían marchado, intentando repetir lo que había visto. No hacía falta mucho esfuerzo para darse de que no podía pagar por recibir clases allí. Ciro se lo insinuó, la invitó, y Carmen declinó diciendo que no, que no podía, mintiendo sobre sus otras obligaciones. Hay cosas que no hace falta decir, que se ven a simple vista. Ciro se puso entonces firme, y le dijo que al día siguiente la quería ver ahí mismo con sus zapatos. Y se dio la vuelta sin permitir ningún tipo de réplica o de nueva excusa.
En esa época, las compañías y grupos que se iban formando solían recorrer las escuelas, sobre todo esta de Amor de Dios, para fichar jóvenes talentos. Por sus aulas han pasado artistas de la talla del maestro Azorín, Tomás Madrid, El Güito, Paco Romero, La China, Paco Romero, Carmela Grecó, Maruja Palacios, Julio Príncipe, Antonio Gades, Antonio Canales, Javier Barón, Sara Baras, Belén Maya, Victoria Eugenia «Betty», Merche Esmeralda, La Tati, Cristóbal Reyes, Antonio Reyes, Joaquín Cortés, Cristina Hoyos, Belén Fernández, Adrián Galia, Manuel Reyes, Yolanda Heredia, Rafaela Carrasco, Carlos Rodríguez, Ángel Rojas, María Juncal, Miguel Cañas…
Yo lo sigo haciendo ahora, voy de vez en cuando a ver quién hay y quién no hay, si necesito a alguien con unas cualidades específicas, si intuyes que ese bailarín tiene algo, una personalidad, un interés, si ves que se esfuerza y destaca.
Esto me confirmó un poco mi intuición de que debía seguir en Madrid. Más todavía cuando, un día, se pasó durante las clases un chico que debía llevar lo de los tablaos, y me preguntó si me interesaba trabajar en Los canasteros. Y fue mi primer tablao.
Manolo Caracol abrió Los canasteros -al que se llegó a llamar “el Teatro Real de los gitanos”- en 1963, cuando estaba en la cima de su popularidad. Empezó a cantar desde muy joven: con 13 años ganó el Concurso de Cante Jondo de Granada, organizado entre otros por Falla y Lorca. Canta sobre todo en fiestas privadas, hasta que forma pareja artística con Lola Flores en espectáculos y películas.
A principios de los 70 había al menos dieciséis tablaos en Madrid, entre ellos, Las Brujas, El Café de Chinitas, La Venta del Gato, El Duende, Zambra, Arco de Cuchilleros, El Corral de la Pacheca, Torres Bermejas, Las Cuevas de Nemesio o El Corral de la Morería, abierto seis años antes que Los canasteros.
Manolo Caracol moría en 1973, pero su tablao estuvo abierto veinte años más. AQUÍ podemos ver un video con varios testimonios sobre Los Canasteros y Manolo Caracol, con Camarón, Pepe el Habichuela, Manuela Carrasco y otros artistas, antes de que pasase por allí Carmen Cortés.
Entró entonces a trabajar en Los Canasteros, y no debieron pasar ni tres meses que pasó por allí Mario Maya. Sobre Mario Maya hablaremos con Carmen en próximas charlas, porque intuyo que hay material para dedicarle una entrega.
Se terminaba muy tarde. Antes en Los canasteros, ¡madre mía!, a lo mejor hacías dos pases, y terminabas a las dos o tres de la madrugada, y las figuras al final. Empezaban tarde, ahora empiezan los espectáculos un poco antes.
Iba mucho jefe de empresa, yo no lo veía entonces, pero ahora pienso que se cerraban muchos negocios en los tablaos. Otros espectáculos no había, era lo que se pensaba que el turista podía demandar. Paco de Lucía, Camarón, Manolo Sanlúcar, todos vinieron a Madrid para poder desarrollar su arte. Ha sido una ciudad acogedora que, como había mucho paso de gente no te sientes extranjero. Ahora las cosas han cambiado mucho, porque ya hace años que la tez morena enseguida hace poner al cuerpo en posición de alerta, y eso te incomoda. Antes no era así. Cuando digo antes hablo de hace quince o veinte años. Miran cómo vas vestido…, se supone que es una ciudad cosmopolita pero quizá nos estamos volviendo más aldeanos.
Mario Maya me pidió que fuese con él a trabajar. No porque supiese bailar bien, todavía, ni mucho menos. A veces eliges un bailarín porque tiene lo que necesitas para la obra que estás pensando, en mi caso la racialidad, como antes, en Tenerife, había sido también mi físico gitano. Pero no porque bailase mejor que otras chicas que actuaban en el tablao.
Para mí, esto fue providencial: con Mario fue con quien más aprendí. Aprendí trabajando, y aprendí de su manera de entender el flamenco, incluso de qué significaban mis raíces gitanas. Lo que hacía Mario a veces era muy contestatario, muy de protesta, incorporando al espectáculo la lectura de fragmentos de las pragmáticas contra el pueblo gitano. Protesta sin panfleto, con todo el arte al servicio de una causa, la gitana, sin mermar su excelencia.
Fernando VI, con el Marqués de la Ensenada, en la llamada Gran Redada, idearon en secreto un plan que debía ponerse en marcha el mismo día en todas las ciudades a través de comendadores y alguaciles: separar a los gitanos en dos grupos, los hombres mayores de siete años, que irían destinados a trabajos forzados en arsenales y minas, y las mujeres y niños menores de siete, que irían a presidios o a fábricas. Las puertas de las ciudades se cerraron, rodeadas por el ejército, y comenzó la redada, simultánea y meticulosamente organizada en todo el país: era el 30 de julio de 1749. Carlos III ordenaría liberar a todos los presos, en 1765.
La persecución y los intentos por sedentarizar, expulsar o eliminar a los gitanos de una manera o de otra no era algo nuevo, claro. De hecho, en el texto legal no se hablaba de “gitanos”, palabra prohibida anteriormente con intención de invisibilizarles. Ya Isabel la Católica, en la pragmática de Medina del Campo de 1499 les obligaba a abandonar la vida nómada: debían tener un domicilio fijo y adoptar un oficio. De lo contrario, se les daría cien azotes y serían desterrados, si persistían, se les cortarían las orejas y pasarían dos meses encadenados y, si todavía persistían, cualquiera podría adueñárselos como esclavos, de por vida. Separar hombres y mujeres fue una constante, como fórmula para conseguir su extinción como pueblo, separando así a las familias ya formadas e impidiendo que se formaran nuevas.
«Mandamos a los egipcianos que andan vagando por nuestros reinos y señoríos con sus mujeres e hijos, que del día que esta ley fuera notificada y pregonada en nuestra corte, y en las villas, lugares y ciudades que son cabeza de partido hasta sesenta días siguientes, cada uno de ellos viva por oficios conocidos, que mejor supieran aprovecharse, estando atada en lugares donde acordasen asentar o tomar vivienda de señores a quien sirvan, y los den lo hubiese menester y no anden más juntos vagando por nuestros reinos como lo facen, o dentro de otros sesenta días primeros siguientes, salgan de nuestros reinos y no vuelvan a ellos en manera alguna, so pena de que si en ellos fueren hallados o tomados sin oficios o sin señores juntos, pasados los dichos días, que den a cada uno cien azotes por la primera vez, y los destierren perpetuamente destos reinos; y por la segunda vez, que les corten las orejas, y estén sesenta días en las cadenas, y los tornen a desterrar, como dicho es, y por la tercera vez, que sean cautivos de los que los tomasen por toda la vida.”
Real Pragmática de 1499, Medina del Campo
Novísima Recopilación, Libro XII, título XVI
De todo esto empezaría a darse cuenta Carmen gracias a Mario Maya, que tenía mucho material para poder utilizar: y es que se promulgaron cerca de 280 pragmáticas contra los gitanos desde esa de 1499. Anteriormente, dice, no había percibido nada especial en contra de los gitanos en propias sus carnes: quizá por el barrio en el que había crecido, quizá porque su madre era paya. Había escuchado cosas, problemas de racismo sufridos por otros, por familiares, pero lo escuchaba como algo ajeno a mí. Su padre le había inculcado ciertas costumbres de manera natural, que no asociaba a su condición de gitano sino a su forma de pensar, además que ya he dicho que era muy abierto y nos educó en libertad, y ella, quizá también por su corta edad, no había desarrollado un sentimiento de pertenencia al pueblo gitano. Conocer la historia cambia esto.
En próximas charlas deberemos abordar más en profundidad “lo gitano”. Por ahora, volvemos a su primera etapa en Madrid. Carmen ha estudiado con Ciro, ha empezado a trabajar en Los Canasteros y mientras tanto, sigue buscando cómo seguir aprendiendo.
¿Te acuerdas que te comenté que había una segunda parte de mi historia con el Ballet Nacional? Pues aquí está. Yo seguía en Madrid, bailando. Unos amigos me dijeron que me acercase por allí un día, a tomar un café; la sede estaba donde ahora está el Reina Sofía. De paso, aproveché y me acerqué a ver si podía entrar como oyente. Me dijeron que no, que era muy mayor ya para eso: no tendría mucho más de veintidós años.
Ser oyente significaba formar parte de las clases, casi como una más, aunque claro, no de los ensayos para las coreografías. Ahora estás de oyente y sólo puedes ir a mirar, pero entonces entrabas temprano, diariamente. A las 9 de la mañana ya estabas agarrada a la barra por muy oyente que fueses. Había unos profesores que eran impresionantes. Mucho de clásico, de escuela bolera y luego había uno de flamenco también, que pobrecito no era muy bueno. Buscaban a chicas muy jovencitas para enseñarles desde el principio y luego elegir cuáles iban a poder entrar. Pero parece que con lo mayor que yo era, más de veinte años, quizá veintitrés, ya no podía aprender lo que se supone que debía aprender.
Manuela Vargas, que entonces estaba allí, me escuchó contar a mis amigos que me habían dicho que ni como oyente, y me preguntó: “¿tú qué quieres, entrar aquí?”. Le respondí que sí, claro. “Vente conmigo”, me dijo. Así que volví con ella a la oficina y así entré. Estuve como un año. Para mí significó mucho en cuanto a evolución.
Allí estaba por ejemplo Betty, una profesora legendaria, de la escuela bolera. Y justo cuando Mario empezó a tirar más de mí, a proponerme una gira con “¡Ay, jondo!”, Betty me dijo que no me fuese, que no podía irme: no me lo habían querido decir todavía, pero iban a proponerme entrar en el del Ballet Nacional. No ya como oyente sino de manera oficial: ¡iba a formar parte del Ballet Nacional!
Así que finalmente entraste…
¡No! Les dije que no. Preferí seguir con Mario. Tenía mucho que aprender de él, era lo que por entonces ya sabía que estaba buscando.
¿Tuviste alguna duda? Se te presentaron dos opciones al mismo tiempo: entrar en el Ballet Nacional o irte de gira con Mario Maya…
No. No lo dudé ni un segundo.
Carmen Cortés ~ Capítulo 0 [antes de empezar]
10-XII-2015
Sacamos a Carmen Cortés del escenario. Lejos de los focos, sin el cuerpo de danza de su compañía, sin sus músicos ni su vestuario ni su maquillaje ni su escenografía… Nada. Apenas un té en el Círculo de Bellas Artes y el pelo recogido.
Cuesta creer que de esta mujer tan suave en el trato, con sonrisa tímida de dientes gitanos, cuesta creer, digo, que de alguno de sus breves y discretos meandros pueda brotar la energía, el temperamento, incluso la virulencia que hace detonar sobre las tablas.
De cuando en cuando mira, casi pidiendo permiso, a quien tiene delante. Al hacerlo se muestra serena, nada sobradora pero en absoluto insegura. Y sonríe. La hemos escuchado rechazar propuestas e ideas con un simple nomeconvence, un noloveo que, por el tono, conlleva una disculpa. También sugerir, con un sencillo quizápodríamos. Y es suficiente.
Acepta, rechaza, sugiere, coordina, piensa, crea, innova, vuela. Porque Carmen no solamente baila: se distingue con sus coreografías, que no son un despliegue de técnica –que también- sino una herramienta para comunicar, para empujar al espectador a un mundo más complejo que el que habitualmente se estila en esto de la danza. Oscar Wilde, Lorca, Goya y, más recientemente, Cervantes con La gitanilla son algunos de los grandes nombres que Carmen no se permite abordar en supuesto homenaje mercantilista aprovechando algún tirón sino todo lo contrario: los visita para diseccionarlos, cuestionarlos, reinterpretarlos, dotar de mayor significado su obra (la de ellos y la de ella).
Incorpora textos, imágenes, bailes que recorren épocas, clases sociales, formas de mirar el mundo: todo trasciende al flamenco, y no solamente cuando coquetea con el jazz.
Aunque es mucho más que eso: no atraviesa el flamenco y llega más lejos, atropellándolo; no se sirve de él como maquillaje de otra cosa menos vendible; no deslumbra con palos y firuletes sacados de contexto o sin contexto alguno; no desaprovecha su técnica para terminar no diciendo nada; no se cuelga de títulos como Salomé o Yerma para dotarse de una falsa pretensión. Nada de eso. Abraza el flamenco, lo investiga, lo desmenuza, lo explica y lo eleva, haciendo escuela.
Han empezado a llevarle, muy recientemente, las redes sociales: una cuenta de Twitter, @_Carmen_Cortes, e Instagram, Carmen_Cortes_Oficial. Le piden que se haga selfies para irlos subiendo a las redes sociales, que capture momentos de sus actuaciones, del teatro cuando llega, del avión y quién sabe qué más, pero se resiste: nunca ha corrido la cortina del escaparate, ese tipo de cosas no me gustan. Circulan entonces fotografías de estudio (magníficas tomas realizadas por Isabel Muñoz), imágenes sobre el escenario sola o con su compañía cortesía de este o aquel festival, algunos carteles de actuaciones: como es ella, sin bombo ni platillo, pasando de puntillas por esta tendencia al exhibicionismo, esa constante llamada de atención sobre el Yo.
Carmen no parece necesitar nada de todo eso: su autoafirmación está en el escenario, cuando irrumpe rabiosamente, con muñecas contundentes y un gesto temperamental, de ceño fruncido y sufriente, que la hace irreconocible si pensamos en la hora del té.
Y las horas del té serán muchas, porque lo que hierve entre sus hebras es la obligación de hablar de ella misma. Obligarla, sí: la hemos sacado del escenario y se pregunta qué podría interesar de ella cuando no está en escena.
Carmen es mujer y es gitana. Le preguntaremos en qué orden. Nació en 1958 y las mujeres de su generación tendían a quedarse en casita, estudiando lo justo para que curas y monjas hiciese de ellas amas de casa profesionales. Las excepciones son muchas, es cierto; por lo general tuvieron que imponerse, en un momento de sus vidas, para ser algo más, algo distinto de lo que se esperaba de ellas. Carmen es de esas: tiene una licenciatura y un máster, y ha leído y releído a los clásicos. Le preguntaremos qué tópicos deberían actualizarse sobre la mujer gitana, si tuvo que imponerse o si tuvo fácil tomar sus propias riendas. Le preguntaremos cómo fueron sus inicios, intentando correr la cortina, provocando que se asome de este lado.
Pero también dejaremos que hable, guiando apenas, evitando caer en el error extendido de, pensando saber qué interesa mejor que el propio personaje, olvidar todo aquello que tiene para contarnos y que las preguntas cerradas permitirían conocer. Encauzaremos las charlas hacia el arte, la danza, su danza. Hacia su visión del mundo, lo que se esconde detrás de sus producciones. No es poco.
Y dejaremos que nos lleve por su historia y sus ideas en un mapa que se irá dibujando a medida que avancemos, cambiando los focos de lugar, venciendo timideces, resultando incómodos si hace falta.
Iré publicando entradas a medida que avancemos en las charlas. Un work in progress, una biografía por entregas.
El compromiso como producto del marketing, ¿responsabilidad social?
Tengo la certeza de que las estrategias de responsabilidad social corporativa (RSC) no serán realmente responsables mientras se sigan diseñando, desarrollando y evaluando desde el departamento de marketing y publicidad de la empresa.
Sería ingenuo pensar que el sector privado no emplee el retorno social de parte de sus beneficios para mejor su imagen de marca. Sería además desafortunado no considerar que el capital intangible de una empresa, cada vez más importante, se basa precisamente en la percepción que su entorno tiene de ella: desafortunado no sólo para la propia empresa sino para la sociedad, que puede penalizar a aquellas con escaso compromiso o una imagen negativa y, al contrario, favorecer a aquellas que consideran seriamente el impacto de sus actividades, se saben parte de un entramado social y actúan en consecuencia. Esta capacidad de disciplinar al sector privado, que se acrecienta con las redes sociales y la reputación on line, se gestionará a su vez por la empresa gracias a su departamento de marketing y publicidad.
Dicho esto, gestionar una reputación -y, más ampliamente, posicionar una marca en el lugar deseado- no debe conllevar que la propia gestión de proyectos socio-culturales o el apoyo económico a determinadas acciones provengan de ese mismo departamento de publicidad, marketing y patrocinios.
En este sentido, creemos que idear un proyecto que luego encajará en la memoria de RSC de una organización debe, ante todo, proceder de una preocupación genuina por la sociedad de la que forma parte. Así, será el contacto con los grupos de interés y la investigación sobre las necesidades y carencias sociales, la que permitirá diseñar acciones que, si son socialmente responsables, deben buscar ante todo el impacto positivo para los sectores determinados como destinatarios.
Gestión participativa: senderos colectivos hacia la eficiencia
Me encontré con el camino alternativo que aparece en la fotografía en la zona de negocios de Buenos Aires, el llamado Microcentro. Pero podemos encontrarnos con este tipo de sendas en cualquier ciudad.
Las ciudades tienen sus calles, sus avenidas, y constituyen la disciplina básica que los ayuntamientos establecen: aquella que, porque lo pide la convivencia, nos dice por dónde ir y en qué sentido. Esta disciplina viene “desde arriba”. Podemos decir que la ciudad dice a los peatones por dónde ir, y obedecemos. No escucha si les parece bien, si existe un desvío incómodo, si es ridículo caminar doscientos pasos más para luego deshacer camino bajando una cuesta que acabamos de subir en lugar de trazar una diagonal. La estructura de la ciudad es rígida, vertical, inconsulta. Por supuesto, si hay un problema importante de tráfico, diversas asociaciones de vecinos elevarán una queja. Pero el trazado de una manzana de edificios y sus accesos no es objeto de este tipo de complicados procedimientos. El arquitecto diseña su plano sin contar con los usos y costumbres que tendrán los habitantes y vecinos que, por otra parte pueden cambiar. Y es que la ciudad es un organismo vivo.
En el caso del sendero de la foto, ha habido una pequeña subversión: el trazado de la calle parecía incómodo para los que frecuentan la zona y, con el paso del tiempo, ha aparecido un sendero. Esta vía peatonal se ha trazado poco a poco, es la huella de un nuevo camino sin la legitimidad inicial que tienen las vías “oficiales”. Se trata del testimonio visible de una participación en la organización urbana de la zona que no ha seguido las pautas habituales y se ha ido haciendo y consolidando poco a poco.
Creo que se trata de una buena analogía a la hora de explicar qué es la participación en la gestión de una organización. Implica más horizontalidad, implica estar atentos a los usos y necesidades de quienes la conforman. La organización participativa no es verticalista y, entre todos, se van creando sendas que mejoran la manera en la que nos desenvolvemos en ella. La organización facilita sus miembros herramientas para que su participación no quede sólo en ser escuchados sino para construir en conjunto.
Imaginemos que cada seis meses la ciudad repone el césped de ese sendero que se ha ido haciendo poco a poco por la continuidad y masividad de su uso. Significaría que no se está comprendiendo de qué es huella. En lugar de ser sinónimo de desidia, de falta de respeto a las vías establecidas, debemos comprender que se trata, en cambio, del testimonio de una planificación inadecuada. Pero, además, el sendero es, en sí, la solución a ese error, que se ha puesto en evidencia gracias a la construcción colectiva de una alternativa más eficiente.
Otorgar el valor que merece a este sendero colectivo supone legitimarlo, dotándole de una forma adecuada, pavimentándolo e incluso, por qué no, poniéndole un nombre como a una callecita más.